Mis muchos padres de entonces…
De chico y también
de adolescente (hace más de tres décadas), la vida era distinta en muchos
aspectos. En algunos casos era mejor, en otros no. Depende del aspecto que se
cuestione y de la mirada de cada quien también, por supuesto. Hoy, “camino a
los 50” como reza Cacho Castaña en su tango, veo con alguna tristeza que
algunos hábitos ya no forman parte de los que mantienen los chicos y
adolescentes de hoy, y a ello quiero referirme. No por nostálgico, que no lo
soy, sino porque me parece que aquello tenía un valor del que hoy me gustaría
disfrutar a mí y –salvo excepciones, que las hay y esas sí las disfruto- no es
lo más común…
Cuando
estaba en la primaria y aún en la secundaria, los padres de mis amigos eran
también mis padres. Se compartía mucho en aquella época el hacer los deberes en
la casa de alguno, el ir a jugar a la casa del amiguito de la cuadra. Sí, los
padres de cualquiera de mis amigos eran también un poco mis padres. Sería por
la educación que recibíamos, sería por la autoridad que nos generaba una
persona mayor. Sería también por la responsabilidad con que los padres trataban
y cuidaban a los amigos de sus hijos. Era una relación recíproca, de ida y
vuelta, mezcla de cariño, respeto y cuidado la que se generaba entre cada uno
de nosotros y los padres de nuestros amigos.
Susana, la
mamá de Fabián López, viuda muy joven y que tuvo que salir a pelearla como
podía cuando siempre había sido ama de casa, era también un poco nuestra mamá.
Como Lirio, el papá de Coky, que nos llevaba a pasear al complejo de los
farmacéuticos en su enorme Desoto –impecable- a jugar a la pelota, a la pileta
y a pasar días formidables.
O como Elsa
y Juan, los papás del gordo Marcelo, donde pasábamos tardes enteras jugando (y
merendando, por supuesto), sin que molestara nada: ni ellos a nosotros ni
nosotros a ellos –bah, algún altercado había seguro, pero era propio del lugar
y al otro día todo estaba bien-.
Ya en la
secundaria, el grupo se amplió porque uno llegaba “más lejos” en su territorio…
Así fue como pasábamos horas con “El Toto”, papá de Daniel Andrés, que también era
un poco mi papá. Quizás más grande y de otras costumbres que mis viejos, pero
lo era. También su mamá, Justa, a quien no había forma de decirle que no de
ninguna manera para parar de comer a la hora de la merienda. Así eran las
madres de aquella época –con la creencia de que si no comías te iba a hacer mal
o estabas mal atendido-. También ella fue un poco mi mamá. Como lo era Elsa, la
mamá de Tacho, que nos albergaba en su pequeña pero cálida casita de entonces y
se desvivía para hacernos sentir bien mientras hacíamos los deberes. Ni hablar
de su marido José: un ídolo que nos traía desde la escuela en la caja de su
pick up Ford Ranchero y nos repartía a cada uno en su casa. Alguien siempre
amistoso, afable, que también supo ser un poco el padre de cada uno de los del
grupo aunque no se lo propusiera, por su cercanía, su amabilidad y
responsabilidad en el trato sin distinciones de ningún tipo.
La familia
Mattarollo, con su hijo Fabián –el mayor- a la cabeza de su pequeña tribu,
tenía en la adorable Delia una madre exquisita, preocupada, amable…
inolvidable. Y a Italo, el “ingenieri” que todo inventaba –y a la perfección-
que nos enseñaba cualquier cuestión técnica que necesitáramos. Además de usar
su casa como de veraneo por la enorme pileta que tenía y ellos sabían acogernos
de la manera más cariñosa.
O el papá y
la mamá de Pipo, dos seres maravillosos. El Contador Arturo Feijoó, un
personaje gracioso y afectuoso en lo familiar, pero recto y preciso en lo
profesional. Y Queta, incansable en el arte de hacer sentir bien a los amigos
de sus hijos, cocinando o atendiéndonos de mil formas, siempre dispuesta.
También eran ellos un poco mis papás.
Capítulo
aparte también para la casa de Julián Shilman y sus viejos, Héctor y Olga. Olga,
docente, nos ayudaba en la tarea y la búsqueda de material para hacer los
deberes, que antiguamente no se googleaba. Héctor, con tecnología siempre de
punta, con la que nos desvivíamos aquellos adolescentes de los ´70 / ´80 y que
nos recibía en su casa de Mar del Plata como si realmente fuéramos de la
familia.
Y si de
vacaciones se trata, la familia Benedix se lleva todos los premios: Cristina y
Rodolfo, los padres de nuestro amigo Marcelo, nos llevaron varios años en su
Falcon a su casa de Playa Serena, en las afueras de Mar del Plata, a veranear
como duques. Éramos tres o cuatro más la familia, había lugar para todos, no
solo en la casa sino en el enorme corazón de ese matrimonio que vaya si fueron
un poco nuestros padres!
Ni olvidar
los ñoquis del 29 que amasaba la Tota, mamá de Adriana Domínguez (amiga desde
los 3 años), que reunía una mesa grande cada mes para que el grupo más cercano
a la Negra (así llamamos siempre a Adriana) degustáramos ese y otros manjares
que ella preparaba. Su marido, Héctor, otro tipo de fierro –aunque era
carpintero!-, consejero, ayudante de cualquier necesidad, siempre dispuesto a
colaborar. También lo fueron los papás de Silvia López, de Andrea Scandroglio,
de Laura Fullín, de Andrea Macías, de María Eugenia Arbert, Miriam Muffarrege, del “Tincho” Larralde y tantos otros
que no sigo la lista porque alguno se me va a quedar afuera, sin querer.
Así era
antes. Los padres de uno eran un poco los padres de todos (también, lógico, lo
fueron los míos), porque se compartía mucho más, porque las relaciones tenían
cariño y eran verdaderamente cercanas, aun sin Facebook o SMS. La cuestión
pasaba por el respeto, la educación, la admiración, la ayuda. Repito que no
digo que hoy se haya perdido todo, pero no es del ciento por ciento comparable
aquellas relaciones con las de hoy, por la lógica mutación que los tiempos
traen.
Las épocas
cambian, eso es inexorable. La forma de relacionarse es quizás una de las que
más lo hizo. Habría que ver si ganó en este caso la calidad o la cantidad. Yo
creo lo segundo. ¿Vos qué opinás…?