Al final, Candy “partió”
Ella tenía pactos con el sol y con la sombra. El sol acariciaba
todos los días sus siestas –siempre y cuando las nubes veneraran el rito-. Con
la sombra, el pacto era otro: a medida que la tarde avanzaba y la estiraba, la
sombra corría a Candy hacia el sol, para que siga disfrutando plácidamente su
tibieza. Nunca pudimos encontrarla con la sombra tapándola ni total ni
parcialmente; el pacto funcionaba a la perfección y aunque nadie viera cuándo,
la sombra la desplazaba y siempre quedaba a sus pies…
Así fue Candy, uno como tantos animales domésticos que nos
amenizan la vida, nos llenan de ternura y hasta nos curan las penurias. Con una
tremenda furia para correr y chumbarle a los gatos (enemigos de los perros vaya
a saber por qué) y a la vez con una incontenible dulzura, capaz de hacerla
levantar de su siesta cada una de las seis o siete veces que en estos casi dos
años y medio salí en mi silla de ruedas diariamente al fondo de la vivienda a
rehabilitarme y al llegar a la punta de las barras paralelas, antes de pararme,
recibir en mi mano izquierda su beso, en señal de solidaridad, de compañía y de
amor. Un gesto que no podré borrar jamás de mi pensamiento y que destila la
nobleza que solo los perros pueden ser capaces de dar, ofreciendo lo que
pueden: nada más y nada menos que su amor.
Quizás, ese fue el milagro que la hizo vivir quince larguísimos
años: el amor. Un ida y vuelta entre ella y mis padres (al que me sume yo desde
que sufrí mi ataque) y que Candy supo aprovechar al máximo para estirar su vida
y, por qué no, la nuestra también. En 2008, mi sobrinita Pilar –de escasos ocho
años entonces y que vive en Oviedo- invitaba a mis padres a ir a España a
residir, “total, Candy ya está por partir”, aseguraba inocentemente en su tono
castizo, sabiendo la larga vida que acumulaba. Sin embargo, el noble animal
intuía que esperaban tiempos duros a la familia y resistió todo este lapso para
acompañarnos en las malas, como debe hacer un buen amigo…
Se va a extrañar su ladrido profundo, de perro de porte,
enojada a veces con un vecino que se asomaba a su terraza o con esos seres
raros que inexorablemente la sacaban de su paciencia: sí, los “depravados”
gatos.
Anoche se despidió de nosotros con su último hálito, casi tratando de hablar, en una conmovedora escena. Sus siestas aquí terminaron. También su padecer ante los
rayos y los truenos, furia de la naturaleza que la llenaba de miedo y la hacía
protegerse de cualquier forma. Ni hablar de los siempre inoportunos ruidos
ensordecedores de la pirotecnia y los fuegos artificiales que la aterrorizaban
cada Navidad o Año Nuevo…
Aquí se terminó, ya no pudo soportar otra primavera. Se
acabaron los besos. La ternura. Las penurias y los gatos maliciosos. Los rayos
y truenos malditos. La galletita de la noche, antes de irse a dormir. Se fue
Candy a ladrar al cielo de los perros, a buscar algún “malvado felino” a quien
perseguir sin piedad, a seguir sus pactos con el sol y con la sombra, a buscar
nuevos dueños que la quieran y a quien poder brindar su amor, a esperar su
galletita de la noche. A buscar también, por qué no, algún ser sufrido a quien
darle un beso en la mano en signo de acompañamiento y solidaridad.
Chau Candy, grandota y chiquita. Que descanses, bello
animal. Te vamos a extrañar…
PD:
Vaya en Candy el amor a todos los perros de este mundo, que por siempre son y
serán los mejores amigos del hombre. ¿Vos
qué opinás…?